Con la disolución de la Unión Soviética se convirtió en lema el título del libro de Francis Fukuyama “El fin de la historia y el último hombre”. La extensión del orden democrático bajo un incuestionado consenso neoliberal impulsaría el crecimiento del comercio internacional, aumentaría la riqueza de las naciones hasta límites inimaginados y relegaría las ideologías –y con ello, las guerras y las revoluciones– al diván de la historia. El covid y la guerra de Ucrania han sepultado definitivamente estas ilusiones, pero los síntomas de retroceso de la globalización eran ya perceptibles desde mucho antes.

 

Brexit. Aunque a algunos les cueste todavía asimilarlo, Europa dejó de ser el ombligo del mundo hace al menos 80 años. La integración fue la respuesta forzada por EE.UU., con el Plan Marshall, para evitar que una Europa occidental decadente cayera en poder de Stalin. La exitosa integración económica y política del Viejo Continente se convirtió en el ejemplo a seguir para el resto del planeta. La crisis del euro y la crisis de los refugiados (2010-2015) supusieron una seria advertencia. La victoria del sí en el referéndum del Brexit de 2016 fue la confirmación definitiva de que en ningún lugar está escrito que el viaje de la integración europea deba ser solo de ida. En medio de las mentiras populistas durante la campaña británica, asomó, sin embargo, una cuestión de fondo de la máxima relevancia: el famoso trilema de Rodrik o “la paradoja de la globalización”. Según este profesor de Harvard, no es posible conseguir simultáneamente más que dos de estos tres objetivos: integración en el mercado global, soberanía nacional y democracia. Integrarse en la globalización supone, para una democracia, ceder parte de su soberanía, como hacen los países miembros de la UE. La alternativa que siguen algunos países autoritarios –pensemos en China o en Arabia Saudí– implica, por el contrario, la preservación de esa soberanía, pero a costa de la democracia interna. Mantener a la vez soberanía y democracia exigiría, demuestra Rodrick, renunciar a la integración plena en la economía global, que es lo que –conscientemente o no– votaron los británicos. Pero hay que tener cuidado con lo que se desea. Muchas y muchos partidarios del Brexit reconocen ahora que, de haber sabido cuál sería el coste económico, hubieran optado por permanecer en Europa.

Capitalismo de casino. La cesión de soberanía en Europa incluye contrapoderes democráticos en las instituciones del Parlamento Europeo y el Consejo. A nivel mundial, no hay un contrapeso parecido a las políticas que, durante décadas, han dictado el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, que funcionan como compañías gobernadas por sus principales accionistas (Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia y Reino Unido). Pero situémonos en perspectiva: en las décadas que siguen a la II Guerra Mundial, la descolonización va dejando paso a la cruda realidad del neocolonialismo, que a su vez genera en los países del sur, como resistencia, las teorías de la dependencia y otros movimientos críticos. La crisis de la deuda en los años 80 pone fin a ese sueño de emancipación. El orden económico neoliberal impuesto por Reagan y Thatcher obliga a todo país receptor de créditos a acometer profundas reformas desreguladoras. Para la teoría clásica, libertad de movimiento de capitales equivale a creación de riqueza. Sin embargo, lo que se generan son flujos especulativos que desestabilizan naciones y tumban gobiernos a discreción. La crisis de 2008 (originada por las “subprimes” o hipotecas basura”) ha abierto un serio debate sobre ese modelo, caracterizado ahora como “capitalismo de casino”. La respuesta a la crisis del covid ha sido muy distinta, con una decidida intervención de los estados y el renacer de políticas keynesianas que el neoliberalismo había dado por muertas y sepultadas. Mientras, el FMI atraviesa la mayor crisis existencial en sus cerca de 80 años de historia: cada vez menos países quieren su dinero; prefieren pedir prestado a China, que no les impone tantas y tan penosas condiciones.

China. En su primera “acepción”, la desglobalización es una globalización selectiva, el resultado del replanteamiento norteamericano y –en menor medida– europeo de las relaciones con China. El optimismo de los años 90 sobre la integración china en la economía mundial ha dejado paso a una era marcada por el recelo y la rivalidad. Se quiere, básicamente, disminuir la “exposición a riesgos”, en palabras de la secretaria del Tesoro norteamericana, Janet Yellen. La invasión rusa de Ucrania ha sido el argumento definitivo para convencer a los indecisos de la peligrosa deriva a la que apuntan la agresiva política de Beijing en el Mar de China y sus cada vez más frecuentes amenazas a Taiwán. Como resultado, las inversiones fluyen hacia India o Vietnam, considerados socios más fiables. A esto se añaden los vetos a la de venta de tecnología susceptible de ser utilizada con fines militares. Internet, el gran icono de la mundialización, amenaza con partirse en dos, tanto por los vetos tecnológicos de Occidente como por el sometimiento ideológico de la red que quiere implantar Beijing. La nueva Ruta de la Seda impulsada por el presidente Xi, con inversiones multimillonarias en infraestructuras en Asia, África y Europa, es otra muestra más de que China se considera en disposición de plantear una alternativa al modelo occidental de globalización.

Estados Unidos. Occidente dio forma a la globalización tal como la hemos conocido, pero también ha sufrido algunos de sus efectos adversos, como la deslocalización de la actividad industrial o la pérdida de puestos de trabajo por la avalancha de productos baratos confeccionados en Asia. Donald Trump llevó el proteccionismo norteamericano a extremos grotescos con su política de “America First” (América, primero), pero ni fue él quien lo inventó, ni terminó ese proteccionismo con él. Con Barack Obama, Estados Unidos se había convertido en líder mundial en restricciones a las importaciones, dirigidas también contra el acero europeo o el aceite de oliva y el vino españoles. Durante la presidencia de Joe Biden, el proteccionismo ha tomado nuevos bríos con el decreto de “Buy American” (Compra americano), que aspira a sustituir la mayor cantidad posible de bienes importados por manufacturas estadounidenses. La medida ha suscitado duras críticas por parte de la Unión Europa.

Medio Ambiente y derechos humanos. La globalización no es simplemente el resultado de decisiones políticas. Obedece a una realidad tangible, y es que el mundo se ha convertido en una “Aldea Global”, según la célebre formulación de Marshall McLuhan en 1968, antes de que existiera internet. Los cambios generados por las comunicaciones son enormes, para bien (mayor flujo de información, expansión del progreso tecnológico…) y para mal (homogeneización cultural). La crisis climática recuerda además que existen problemas que solo se puede abordar desde la colaboración y que demandan formas más eficaces de gobernanza mundial. Otro tanto puede decirse de los flujos migratorios y de la gestión, en las próximas décadas, de los problemas derivados del envejecimiento global. Son ámbitos que deberían quedar por encima de la rivalidad entre las dos nuevas superpotencias. Menos probable, sin embargo, es la colaboración en la defensa de los derechos humanos. En 1948, tras haber participado en la elaboración de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el filósofo Jacques Maritan ironizó: “Estamos de acuerdo en esos derechos con la condición de que no se nos pregunte por qué”. Hoy probablemente la ONU sería incapaz de aprobar un documento similar.

Ricardo Benjumea